Cocinando a fuego lento mi próxima novela…

CAPÍTULO PRIMERO

Cuando despertó, sus ojos tuvieron que adaptarse lentamente a la escasa luz para comprobar que nada de lo que había alrededor le resultaba familiar.

Un colchón del grosor propio del de una cuna de recién nacido soportaba con gran esfuerzo sus sesenta kilos de peso sin que pudiera impedir que los muelles del estrecho somier se clavaran en la espalda dejando una marca de símbolos ilegibles para cualquiera que no tuviera raíces asiáticas.

La pequeña ventana, cuyo cristal parecía haber sido atacado por varias piedras, permitía que la tenue luz alumbrara el espacio en el que se encontraba.

Lara estaba encerrada en una especie de caseta de madera vieja que, aparte de la deteriorada cama en la que permanecía tumbada y un cubo de fregona cuya función parecía ser la de permitir que realizara sus necesidades fisiológicas, sólo contenía un cortacésped.

El silencio del lugar era absoluto.

A pesar de que llevaba unos días de bibliotecaria sin escuchar apenas ruido durante la mayor parte del día, aquella ausencia de sonido dañaba sus oídos de la misma forma que los estridentes ritmos que escuchaban los universitarios en sus móviles, un segundo antes y un segundo después de acceder a la biblioteca en la que ella trabajaba.

Con gran esfuerzo intentó incorporarse aunque el cuerpo parecía no querer responder a las insistentes órdenes que enviaba su cerebro. No sabía cuánto tiempo había permanecido en ese incómodo catre. La sensación física era similar a la que sintió cuando un excesivo reposo tras una operación de rodilla dejó sus huesos y músculos tan entumecidos que cualquier movimiento suponía un dolor insoportable. Nunca había podido entender realmente los beneficios del deporte, cuando lo practicaba a diario siempre le visitaba alguna lesión más o menos dolorosa y cuando, gracias a la inactividad física recuperaba esa parte de su anatomía, el resto del cuerpo, dando claras muestras de compañerismo, la hacía sentirse la persona más torpe del mundo.

Quizá el miedo al dolor físico fue uno de los motivos que la llevó a abandonar su carrera de atleta y futura entrenadora nacional, para refugiarse en una biblioteca. Los libros no son tan crueles como el tartán de las pistas y si no cometes el error de dejar caer una edición ampliada de El Quijote sobre tus pies, no hay motivo para sufrir un dolor equiparable al que provocan los tacos de atletismo.

Sin embargo, dadas las circunstancias actuales de poco le había servido el cambio de profesión. Le dolía todo el cuerpo, su ropa estaba más sucia y maloliente que después de tres horas de entrenamiento y había perdido la fuerza y agilidad que la caracterizaban hacía tan sólo unos meses y que podían ayudarla a salir de allí.

El primer cambio de posición había tenido su oportunidad, según su reloj llevaba media hora sentada totalmente inmóvil y era el momento de levantarse e intentar buscar una salida. Aunque si la suerte la acompañaba y lograba salir de esa minúscula caseta, iba a tener muy difícil orientarse. Desde el momento en el que los dos encapuchados la habían metido en la parte trasera de la furgoneta y le inyectaron el somnífero, había estado inconsciente y no tenía la más remota idea de dónde estaba situado su nuevo hogar.

Intentó hacer un rápido repaso mental de las decenas de novelas negras que había leído en los últimos meses con el fin de demostrar que cada libro puede reflejar una realidad retocada y se animó pensando que si los personajes salían de problemas y situaciones peores de las que ahora la acompañaban, ella también era capaz de encontrar una solución.

Y lo consiguió, la solución tenía aspecto de cortacésped.

En este caso, la memoria de Lara no había encontrado nada en los  desenlaces de novelas de suspense, sino en una vivencia personal bastante desagradable.

En las vacaciones de verano a sus padres les gustaba jugar a tener un precioso chalet con un jardín que cuidar y una piscina donde refrescarse para soportar el caluroso agosto. Y cada día de cada nuevo verano se hacía más evidente por qué los jardineros, como cualquier profesional de mantenimiento, tenían más conocimientos de lo suyo que un dominguero con pantalón caqui y gorro de paja.

El día que su padre decidió desmontar el cortacésped de la casa que habían alquilado en la sierra norte de Madrid, para solucionar “ese horrible sonido a chatarra” Lara presintió que no iban a ser sus mejores vacaciones. Curiosamente, la visión de una de las cuchillas volando hacía el brazo de su hermano ya no la aterrorizaba, ahora le daba esperanzas para escapar.

Al sentir el escozor de los arañazos en la espalda tuvo una gran idea. Cogió uno de los alambres de su querido somier y, tras convertirlo en la llave Allen más bonita que jamás había visto, desmontó el cortacésped pudiendo adueñarse del primer arma que iba a usar como tal.

Lara estaba convencida de que con paciencia, cualidad a la que no le ganaba nadie, conseguiría rajar esa vieja puerta que la separaba del exterior y escaparía a gran velocidad como en sus tiempos de medallista, dispuesta a utilizar la cuchilla del bendito cortacésped con cualquiera que quisiera probarla.

Mientras frotaba con fuerza el filo de la cuchilla sobre la zona de la puerta que parecía de menor grosor, intentó recordar todo lo que había pasado ese último año.

Lo que había descubierto esa misma mañana tenía que estar relacionado con su secuestro. Aún así, no podía dejar de preguntarse cómo había llegado a esa situación.

Esther Chinarro

 

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